Mi padre murió hace cinco años.
Esa noche de mayo, fue una carrera contra el tiempo,
traté de llegar para besar su frente, para decirle que lo amaba profundamente,
para decirle gracias, pero no pude… Llegué tarde.
Regresaba a Quito en un vuelo que se retrasó y cuando llegué era tarde, él ya no estaba. La idea me persiguió por muchos meses, entonces todavía no entendía que hay ciertos hombres que no se van jamás.
Ese día, sentí que el viento dejó de soplar, que el mundo dejó de girar y que toda la luz de repente se apagó con él. Un dolor profundísimo me atravesó el alma, era ese dolor que te producen las cosas que sabes que no puedes cambiar, ese dolor que causan las heridas sin remedio.
Mi papá era un hombre particular, no el común
de los mortales diría yo. Era dueño de un intelecto privilegiado y de una
memoria increíble, antes que Google existiese, existía mi papá. Cuando yo era
pequeña, él solía venir a conversar conmigo por la noche, me hablaba de cosas
increíbles, de política, de economía, del libro que estaba leyendo. Nunca
cambio su forma de expresarse para hablar conmigo, a veces las palabras se me
quedaban, resonando en la cabeza y al día siguiente las buscaba en el
diccionario. Amaba esas conversaciones, amaba las palabras grandes, amaba que
me hablara como si yo fuera capaz de entenderle.
Mi papá no era el típico padre que te leía un
cuento antes de dormir o que te enseñaba rondas infantiles, creo firmemente que
no se sabía ni una, eso sí a mis tiernos años yo podía gritar a voz en cuello
las barras de la Liga y me sabía de memoria la canción del gato viudo. Mi viejo no creía en princesas ni príncipes, no
era un gran aficionado de los cuentos de hadas como material de lectura. En
cambio, le gustaba que leyera las fabulas de Esopo, me introdujo a la mitología
griega y me regaló mi primer ejemplar de El Principito.
Creo que no hay nada más poderoso que la confianza,
aquella que tienes en ti mismo, pero también aquella que te ofrecen los que te
aman, él me convenció a fuerza de repetírmelo todos los días de que si yo me proponía
algo sería capaz de hacerlo, que lo único cierto que tienes en esta vida es la
capacidad de decir “Yo puedo”, me hizo creer que volar era posible.
Esa noche cuando sentí que el viento dejó de
soplar, la sensación fue casi física, el silencio era insoportable, la ausencia
eterna. Pero como todos los hombres buenos, él no se ausentó en realidad, solo cambió de forma… se convirtió literalmente en la brisa que sopla libre. Sus palabras vienen a menudo a mi cabeza, las escucho como el suave ulular del viento entre los árboles.
El viento sopla en todas
partes, se muda conmigo, su fuerza me empuja, me envuelve y sopla permanentemente
detrás de mis alas.
Gracias Jorgito por haber sido mi padre.
tienes razón...hay quienes no se van nunca...viven en los pasos que dan quienes aprendieron de ellos.
ResponderBorrarSi mi querida Rita, viven y vivirán por siempre en los que amaron y los amaron.
BorrarCarlita eres una persona muy sensible, tu padre tanto en este mundo como en el cielo se ha sentido siempre muy orgulloso de ti.
ResponderBorrarGracias Mary! Un abrazo con carño
BorrarMuy bello. Gracias por compartirlo.
ResponderBorrarGracias Jorge! Eres tocayo de un gran hombre!
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